Hoy se cumplen 70 años de la muerte de Artémides Zatti, el enfermero que dejó su huella a través de su labor comunitaria en el hospital viedmense.
El salesiano había llegado de Italia con su familia cuando tenìa apenas dieciséis años, hacia 1897 escapando del hambre y la desocupación en Europa. De Buenos Aires llegó a Bahía Blanca donde trabajó como obrero raso en una fábrica de baldosas. En su primera juventud se vio atraído por el trabajo de los salesianos e intentó sumarse a esa congregación. Con ese deseo llegó a Bernal, provincia de Buenos Aires, pero en los primeros meses de estudio se contagió de tuberculosis atendiendo a un joven sacerdote moribundo y truncó su carrera sacerdotal.
El aire de Viedma, las medicinas del padre doctor Evasio Garrone y una promesa hecha a la Virgen de dedicarse a los enfermos, lo empujaron a su verdadera vocación, la enfermería. A él le tocaría llevar a la práctica, de manera ejemplar, aquel consejo de Don Bosco a sus primeros misioneros enviados a la Argentina: “Cuiden especialmente a los enfermos, a los niños, a los ancianos y a los pobres, y se ganarán la bendición de Dios y la simpatía de la gente”. Cuando murió en 1951, había cumplido cincuenta años trabajando en el hospital de Viedma, que ahora lleva su nombre.
“El dinero sirve para hacer el bien o no sirve para nada”
El pequeño hospital de la ciudad capital de un territorio inmenso se transforma rapidamente en su feudo. Aunque un médico diplomado tiene el título de director, es Zatti quien recibía e internaba a los nuevos enfermos, quien se encargaba de la administración, quien dirigía la farmacia y quien atendía personalmente los casos más delicados.
. Habitualmente el intenso trabajo no le daba respiro. Se levantaba a las cinco de la mañana y tras los rezos matutinos visitaba a los enfermos en el hospital. “¿Respiran todos?” preguntaba sonriente mientras empezaba a repartir las medicinas, Después del desayuno, iniciaba la vuelta en bicicleta por toda la ciudad para la atención domiciliaria. Aunque también quedaba claro que si montaba su bici con delantal blanco el destino era algún rancho o casa a aliviar algún dolor, pero si se ponía el sombrero iba a “sablear” a los más ricos del lugar “¿ No querría prestarle al Señor cinco mil pesos?”– pregunta en casa de quien puede dar algo por los demás. “Necesito abrigo para un Jesús de diez años” en alguna tienda o en la ropería de las monjas.
Una labor gigante en la que se destacaba la humanidad del salesiano. Cuando visitaba a algún enfermo en apuros, dejaba disimuladamente unos billetes dobladitos junto a las medicinas. “El dinero sirve para hacer el bien o no sirve para nada”, decíaconvencido. Una vez fue a un banco a pedir un crédito y puso en la declaración de bienes a sus enfermos. “¿ O acaso cada ser humano no vale más que mil ovejas”?.
Terminado el trabajo cara a cara con los enfermos, el enfermero preparaba las recetas en la farmacia y siempre le sobraba algo de tiempo para adentrarse en los libros de medicina general.
En ese hospital había lugar para todo el mundo y si se atiborraba, se hacía lugar, sacrificando a veces la cama de don Zatti , que no tenía problemas con dormir de vez en cuando en el suelo. En cuanto a la tarifa, el reglamento era sencillo: “El que tiene poco, pagaba poco; el que no tiene nada, no pagaba nada”.
Un día le gritaron por la calle “A usted habría que levantarle un monumento”. Y, llegó enseguida la respuesta mordaz “Sí, pero que sea pronto; un monumento de algodón, gasas, vendas y frascos de agua oxigenada”.
Don Zatti, cargaba con alegría la cruz del sufrimiento ajeno, disimulando como podía el cansancio y la falta de plata para las medicinas, maquillando incluso su rabia cuando le comunicaron la demolición del hospital que le ha insumido tantas fatigas para hacer una residencia eclesiástica y a pesar de que no le gustaba nada la idea del obispo, salió de la situación con una de sus habituales repuestas ingeniosas “Los repollos crecen mejor cuando se transplantan”.
El cáncer hepático que lo llevó a la tumba no le impidió trabajar hasta el último día de su vida, e incluso dejo lista para la firma su certificado de defunción
Su muerte se transforma en un reconocimieno inmediato. Su masivo funeral donde los protagonistas son sus enfermos que llenan el improvisado velatorio y donde un médico declarado ateo cuenta que delante de Zatti, su incredulidad vacilaba. “Cuando me encuontraba con el bisturí en la mano y, mirándolo a él lo veía con el rosario entre los dedos, sentía que el quirófano se llenaba de algo superior, sobrenatural… si es verdad que hay santos sobre la tierra, entonces este hombre es uno de ellos”.
Otro de los medicos que trabajó muchos años junto a él destacaba asombrado “Don Zatti no solamente era un habilísimo enfermero, sino que él mismo era una medicina, porque curaba con su presencia, con su voz, con sus ocurrencias, con sus cantos…”
Hoy se cumplen 70 años de aquella pérdida. El hombre que rezaba, curaba, crecía y reía, cuyo pequeños placeres se reducían un partido de bochas y al alivio del dolor ajeno, moría con apenas 70 años. Dejaba un mundo mucho mejor del que había recibido.